Por: Jaime Pinto
Todavía recuerdo cuando tenía alrededor de nueve o diez años y me quejaba con mi mamá de que la familia no hacía viajes, que yo no conocía otras ciudades fuera de Bucaramanga, y que nunca tenía oportunidad de conocer nada fuera del pueblo que me vió nacer. Ella, tan paciente como siempre, apenas me miraba y acariciándome el cabello con su mano deformada y adolorida por la artritis, me decía, “Tranquilo mijo, algún día tendrá oportunidad de viajar y conocer muchas tierras, tantas que hasta se cansará y deseará poder descansar de tanto viaje”. Nada más premonitorio que sus palabras.
Visité por primera vez los Estados Unidos en septiembre de 1987 cuando el dueño y presidente de la compañía para la que entonces trabajaba, Tecnoquímicas SA, nos ofreció el viaje a mi jefe y a mí como recompensa por un buen trabajo que habíamos realizado modernizando el departamento de sistemas de la compañía. Para ser honesto, yo nunca había tenido deseos, y menos ilusiones, de visitar ese gran país. Pero si se me ofrecía la oportunidad, y además de todo con la palabra clave “gratis” dentro de la propuesta, por qué no?
La idea era que visitáramos una feria de tecnología patrocinada por una importante empresa de computadores de ese entonces, Digital Equipment Corporation, en la ciudad de Boston. Mi compañero de viaje sería mi jefe Juan Guillermo Pérez con quien para ese entonces había forjado una estrecha amistad. Juan Guillermo tenía una hermana que en esa época vivía en un apartamento en la isla de Manhattan, así que a él se le ocurrió que después de los tres días que íbamos a estar en Boston podíamos quedarnos en el apartamento de su hermana por otros tres días y aprovechar para conocer Nueva York también.
Como todo típico colombiano, el primer obstáculo sería conseguir la visa. Para esto viajamos con Juan Guillermo a la embajada americana en Bogotá. Allí, ya sentado en la sala de espera y acompañado por decenas de potenciales viajeros, pude ver que de cada diez personas que pasaban a hablar con los cónsules solo una o dos volvían con una visa estampada en su pasaporte y una gran sonrisa en sus labios. Las otras ocho regresaban a su silla con la cabeza baja en medio de sus hombros, con un pasaporte en blanco y peor aún, con cien dólares menos en su bolsillo. Cien dólares era el costo de la solicitud de visa en ese entonces.
Por supuesto, al ver ésto mi confianza se empezó a desvanecer y me comenzó el sentimiento de que no me darían el bendito documento. Así que cuando me llamaron por el altavoz, sentí un sobresalto. Después de dos o tres segundos de duda y con mis piernas algo trémulas, me adelanté a la ventanilla desde la cual un anciano cónsul me observaba a través de unos pequeños espejuelos. Su primera pregunta en un español con fortísimo acento extranjero fue “Para qué quiere viajar a los Estados Unidos”? Yo expliqué lo mejor que pude el motivo de mi viaje, escogiendo palabras bien básicas de español para asegurarme que él me entendiera. Su cara no parecía muy convencida. Sin embargo, todo cambió cuando le mostré un volante en inglés con la descripción de la conferencia a la cual pretendía asistir. Su cara se iluminó y me dijo “Yo tengo todos mis ahorros de retiro depositados en esa compañía Digital Equipment Corporation. Así que haré todo lo que esté a mi alcance para que ellos progresen vendiendo más equipos aquí en Colombia”. Y dicho esto estampó un sello en mis documentos y con una sonrisa me dijo “Feliz viaje a Boston, Mr. Pinto”.
Al fin llegó el día convenido y con pasaporte y visa en mano, acompañado de la comitiva de la empresa, emprendí el viaje. El grupo incluía, además de Juan Guillermo y yo, al presidente de la compañía Francisco Barberi, su esposa la senadora de la república Claudia Blum de Barberi y al vicepresidente administrativo de la compañía Emilio Sardi, quien en sus años mozos había sido condiscípulo de Francisco. Como ya lo habrán deducido, tanto Francisco, como su señora esposa y Emilio, eran de una clase económica mucho más elevada que Juan Guillermo y yo. Por esa misma razón, ellos ya habían hecho muchos viajes como éste con anterioridad. Pero para Juan Guillermo y yo, todo iba a ser nuevo, y para ser honesto, en mi caso un poco intimidante. Uno o dos viajes a San Antonio del Táchira no cuentan realmente como viajes “al exterior”, así que éste era mi primer verdadero viaje fuera de Colombia y mi principal preocupación era separarme del grupo. Si eso pasaba y con mis limitaciones con el idioma, no sería capaz de regresar a Colombia. Así que en ese momento tomé la decisión de estar “pegado” todo el tiempo a alguien y que solo me separaría por unos minutos cuando tuviera que entrar al sanitario.
Cuando llegamos a Boston mi primera sorpresa fue ver que Emilio había rentado un auto y que éste nos esperaba en un estacionamiento del aeropuerto “con las llaves puestas”. Esto no cabía en mi provincial cabeza pues en cualquier ciudad de Colombia un carro con las llaves puestas en un estacionamiento público no duraría más de 10 minutos!
Pero ahí no terminarían las sorpresas. Cuando llegamos al lugar donde nos hospedaríamos nos informaron que éste era nada menos parte de las residencias de la universidad donde la senadora Claudia había estudiado. Claro, cualquier parecido con las residencias estudiantiles que yo conocía de mi ciudad natal sería una fortuita coincidencia. Las residencias donde Claudia pasó parte de su juventud parecían más bien un hotel cinco estrellas que habitaciones para estudiantes.
Bueno, la verdad es que nuestra estadía en Boston transcurrió en un ambiente alegre y de camaradería con todos nuestros acompañantes. Francisco y Claudia se tomaron todo el tiempo del mundo para explicarnos a Juan Guillermo y a mí el estilo de vida americano. Por supuesto ambos dominaban el inglés y pacientemente nos ayudaron en cada paso de nuestra estadía a solventar los cotidianos problemas que encontrábamos por nuestro desconocimiento de las costumbres de este país.

Incluso Emilio, que en la Compañía siempre se mostraba super serio y con un humor flemático al mejor estilo inglés, aquí parecía más bien un niño disfrutando de todo y aún nos contó anécdotas de su vida de estudiante junto con Francisco en los campos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT por sus siglas en inglés), una de las universidades más prestigiosas del mundo en el área de tecnología.

Debo ser honesto para reconocer que de la estadía en Boston lo que menos recuerdo es la famosa feria de tecnología que supuestamente era el motivo principal de nuestro viaje. En su lugar, recuerdo muy bien la belleza de la ciudad, la imponencia de las universidades de Harvard y MIT, e incluso el eficiente y limpio sistema de transporte público o metro de la ciudad.

Pero lo que más me impactó fue poder abordar y conocer por dentro el ahora retirado del servicio trasatlántico y hotel flotante “Queen Elizabeth II” que en ese entonces había fondeado en el puerto de Boston. Ni en mis más audaces sueños yo había imaginado que llegaría a poner mis pies en un bote tan majestuoso como este.

Después de estos tres días en Boston, nos despedimos de nuestros acompañantes y partimos en un avión para Nueva York. Yo la verdad estaba muy emocionado pues Nueva York siempre había sido un nombre ligado a grandes cosas, grandes películas, grandes hombres, grandes hazañas. Y claro, ahí estaba yo, un colombianito provinciano, paseando por las calles de la ciudad supuestamente más sofisticada e importante del mundo.

Y sí, tengo que reconocer que Nueva York me impresionó. No solo sus edificios, calles, autos y gente, sino también sus ruidos, sus olores, y hasta sus sabores. Sus ruidos porque aún desde la terraza del Empire State ochenta y seis pisos por encima del nivel de la calle podía escuchar la mezcla de todos los sonidos de la ciudad, pero esta vez como un zumbido que no se apagaba nunca. Digo sus olores, porque caminando por las calles percibía toda una cornucopia de olores, algunos brotando de restaurantes de todas las partes del mundo, otros surgiendo del subsuelo a través de las alcantarillas y producidos por los vapores subterráneos del metro, y por qué no, el olor a pobreza de los mendigos que pasaban cerca de nostors. Y finalmente digo sus sabores porque hasta un simple perro caliente callejero que tuvimos la oportunidad de probar me supo diferente.

Y así, caminando las calles de Manhattan por tres días consecutivos, fue que pude conocer el famoso edificio Empire State una construcción de ciento dos pisos construida en 1931, el Centro Rockefeller conjunto de edificios y áreas en el centro de Manhattan donde en invierno instalan aquel renombrado gigantesco árbol de navidad, la consabida estatua de la libertad y el World Trade Center (o torres gemelas) que ya eran famosas para ese entonces pero que un aciago 11 de septiembre Osama Bin Laden y sus secuaces hizo aún más famosas.

Pero como todo en la vida no es diversión, lo interesante fue dormir en el super costoso pero diminuto apartamento donde vivía la hermana de Juan Guillermo. Claro, localizado en el corazón de Manhattan donde está el metro cuadrado – o en este caso el pie cuadrado – más costosos de los Estados Unidos y del mundo, no podía esperar algo espectacular. Lo único espectacular para mí fue que quedaba en el subsuelo, es decir, en el sótano de un edificio, y por lo tanto no tenía ventanas por donde entrara la luz del sol. Pero eso no fue obstáculo para disfrutar de esos tres inolvidables días en la Gran Manzana, como los gringos llaman a esta ciudad.
Lo que no me imaginaba en ese entonces, y si me lo hubieran dicho no lo hubiera creído, es que siete años después mi familia y yo nos trasladaríamos a vivir a este mismo país, no muy lejos de esta misma ciudad que hoy visitaba. Y no solo eso, sino que tendría oportunidad de conocer muchos otros países en todos los continentes cumpliéndose así la premonición de mi mamá sobre que yo viajaría mucho a lo largo de mi vida. Bueno, pero esa es otra historia.