Gabriel Gómez Quijano

Por: Elsa de Gómez

Por qué no conocer la vida y obra de los miembros de nuestra familia, aún de aquellos que a pesar de haber dejado enorme huella en nuestros corazones y nuestras mentes ya no están con nosotros? Bueno, pues gracias a la tecnología moderna ahora podemos disfrutar de esas historias, así como reir y llorar con ellas. Empecemos conociendo la vida de nuestro esposo, padre y amigo Gabriel Gómez Quijano en el siguiente audio.

Te Amamos, Ana María

Por: Diana Madrigal

En el año 1990 en una hermosa ciudad llamada Santiago de Cali, vivía una niña muy pobre, demasiado joven para ser madre y ya muy grande para jugar a las muñecas. Por razones que desconocemos quedó esperando un bebé. Durante el transcurso de su embarazo le asaltaban grandes preocupaciones que no la dejaban tener paz. Con qué sostendría a su hijo, si ella y sus padres eran demasiado pobres? Deseaba darle todas las oportunidades a que un niño tiene derecho, pero ni siquiera tenía un hogar para ofrecerle, ni un padre que le brindara todo el cariño y el respaldo. Cómo traerlo al mundo para que sufriera tanto como ella o aún más? Qué tenía para ofrecerle si su vida había sido un continuo sufrimiento y en su interior había un gran faltante de amor y felicidad?

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El día que llegué a Cali

Por: Jaime Pinto

Tuve la oportunidad de visitar Cali por primera vez en Diciembre de 1974. Viajé en compañía de Guillermo Pinto quien había  sido invitado al matrimonio de Ricardo Mantilla en Bogotá y quien decidió que podríamos asistir al matrimonio durante nuestro paso por Bogotá. Así lo hicimos y después del matrimonio, partimos para Cali donde llegamos después de un doloroso viaje diurno de 12 horas en un bus “lechero” de Bolivariano que paraba donde cualquier persona levantara la mano en las candentes llanuras del Tolima.

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El día que llegué a los Estados Unidos

Por: Jaime Pinto

Todavía recuerdo cuando tenía alrededor de nueve o diez años y me quejaba con mi mamá de que la familia no hacía viajes, que yo no conocía otras ciudades fuera de Bucaramanga, y que nunca tenía oportunidad de conocer nada fuera del pueblo que me vió nacer. Ella, tan paciente como siempre, apenas me miraba y acariciándome el cabello  con su mano deformada y adolorida por la artritis, me decía, “Tranquilo mijo, algún día tendrá oportunidad de viajar y conocer muchas tierras, tantas que hasta se cansará y deseará poder descansar de tanto viaje”. Nada más premonitorio que sus palabras.

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